Seis años. Dos palabras que se dicen en apenas un segundo, y que contienen tantas cosas. Algunas buenas, otras malas. Pero momentos al fin y al cabo.
Aún recuerdo aquellos tiempos; parece más, pero en realidad tampoco ha pasado tanto. ¿Seis, siete meses quizá? No recuerdo el día exacto en el que todo acabó, aunque tampoco es necesario.
Amigos desde el colegio. Siempre pegados el uno al otro, corriendo, saltando, jugando, gritando, riendo. No fue raro que con siete años acabara colada por ti: el niño tímido, de ojos verdosos y pequeñas pecas recorriéndole la nariz. Nunca te lo dije, evidentemente. Porque, ¿y si no era correspondido? ¿Dejaríamos de ser amigos? Me callé. No quería perder eso. Llegó el instituto...
Ahí la cosa empezó a torcerse. Distintas clases, distintos compañeros. En cierto modo sabía que acabaría pasando. Que todo lo que habíamos vivido juntos esos años desaparecía en menos de uno. Lo que no imaginé es que solo tú serías el único de los dos que lo iba a olvidar tan rápido.
Tres años nada más y nada menos. Los dos primeros no fueron tan malos, aún seguíamos hablándonos. Cada vez menos, los silencios incómodos se palpaban en el ambiente, las miradas fugaces que acababan en el suelo, sin decirnos nada. Hasta que ya no quedaba ni eso, y el ignorar era ya algo normal.
A veces me arrepiento de haber dejado ir todo aquello, de dejar que desapareciera lentamente, hasta perderse en alguna parte de nuestra cabeza. Nunca supe si alguna vez sentiste lo mismo, y seguramente nunca lo averigüe.
Ya todo acabó para los dos. A veces cruzamos la mirada por el pasillo, y los recuerdos inundan mi mente. Un suspiro nostálgico, y a seguir con la vida. Como siempre.
Cada desprecio, cada dolor, cada lágrima, quedará guardada en mi memoria. Pero también cada sonrisa, cada mirada, cada momento, cada recuerdo. El recuerdo de lo que pudo ser y no fue.